26.10.09



Consumimos las últimas horas entre suspiros agónicos. No era la primera vez que vivíamos eso, estoy casi segura de que tú has podido retener en muchas ocasiones esa pequeña situación que ahora, con la cabeza un poco más amueblada, vuelvo a afrontar a base de letras. Siempre es a base de letras en nuestro caso. “Parece mentira que escribas tan bien” me decías, porque era incapaz de hacerme entender de otra manera, al menos contigo. Las palabras se me atragantaban, adormilándose en mis cuerdas vocales, vibrando débilmente, atascadas, en cambio podía coger una hoja en blanco y vomitar todo aquello de lo que huía vocalmente. Otras veces era la música la que nos servía de canal de comunicación. Recuerdo todas esas canciones, una por una, era más sencillo darle a play que intentar expresar un sentimiento que nos venía demasiado grande en ese momento. Intentamos brillar una y otra vez, absortas y desencantadas, tirando de la poca esperanza que quedaba, hasta que, por fin, llegamos a la conclusión de que nunca llegaríamos a ser eso que tanto deseábamos ser. Elisa estaba muerta. Yo estaba muerta. Y tú también. Pertenecíamos, sin duda, a una adolescencia decadente y enferma, que se agarraba a un jodido abecedario y muchas ganas de abandonarse. Queríamos brillar de una manera grandiosa, musical, artística, queríamos ser especiales y nos convertimos en puros tópicos. Queríamos destacar, almacenar desde el principio en nuestra débil memoria de recuerdos cada uno de los miedos, cada uno de los malos momentos, cada fragmento de locura. Queríamos poder recordar años después, muchos años después, las arrugas que conformaban tus vaqueros aquella noche en el aparcamiento y mi mirada amarga de borracha. Ahora ya no los recuerdo, sólo recuerdo que querría poder recordarlos, que querríamos poder recordarlos. Elisa se marchó demasiado pronto. No sé si fue por el sexo absurdo y patético al que sometíamos nuestros cuerpos o porque siempre buscábamos la ropa más oscura, corta, rota y descuidada. Pero se marchó entre suspiros agónicos, entre conversaciones ridículas, absurdamente pedantes, de la mano de calimocho barato y tabaco que le robábamos a nuestros padres. Se marchó, tal vez, porque la arañamos demasiadas veces con nuestras uñas largas de gatas negras, perdidas. Gatas que se confundían con la noche, se enredaban en ella y en la música. Gatas que tenían hambre y la saciaban en colchones empapados de sudor. Teníamos hambre y no sabíamos lo que queríamos comer. Besábamos el aire, el humo, las almas y cuando amanecía, con el maquillaje corrido, nos difuminábamos hasta perdernos entre decorados que nosotras habíamos construido. Éramos superstición. Anhelo de ser algo más. Y terminamos siendo mucho menos de lo que deseábamos. Por eso ahora quiero hablar contigo, escribirte de nuevo, una vez más, porque no pude despedirme en su debido momento, porque no pude comprobar cómo enfrentaste este cambio, esta mutación, no sé cómo la interpretaste. ¿La echas de menos? ¿Echas de menos aquella época? Creo que habrás asumido todo como yo, sin darte cuenta, avanzando a ciegas, disfrazándote de nuevo para sumarte a la masa uniforme que conforma la mayor parte del mundo y que como yo todavía guardarás retazos de Elisa que salen a la luz al escuchar Für Immer o al dar dos sorbos a una litrona. De verdad, nos consumimos alcanzando un gran punto álgido de mierda y abandono. Creo que estallamos, algo dentro de nosotras exploto, estábamos llenas de NAPALM, éramos bombas a punto de estallar, teníamos el contador casi a cero, esperábamos una señal para accionar el pulsador, la necesitábamos, no podríamos permanecer en ese estado mucho tiempo más. Hubiésemos muerto. Y fue mejor acabar con Elisa. No tenemos edad, no teníamos edad, para seguir jugando a hundirnos en la mierda.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Joder... No sé que decir.
No hay unicornios ni ranas. Los pudrió la toxina paralizante en los colmillos de una araña de jardín. Voraz, monstruosa, bella su manera, siempre acechante. E inofensiva.