1.9.09

BENI

Beni me llamaba a veces desde Madrid. Marcaba mi número sólo para llorar y que alguien la escuchase. Me decía que necesitaba contárselo a alguien, y yo me preguntaba qué le habría pasado esta vez (porque nunca concretaba)
Alex por aquel entonces tenía cuatro años, una carrera de delincuente profesional y gafas de pasta azules y redondas, vivía solo con Beni, su papá los había abandonado. Su papá, su papá... esas palabras torpes de niño resonaban en mi cabeza martilleándola y dirigiéndome siempre al mismo punto de nostalgia y rabia, sobre todo rabia. Porque ese papá me había alejado de sus vidas a pasos agigantados y ahora, lo que era nuestra relación, se basaba en llamadas esporádicas cada dos meses y alguna que otra visita de tres días cada vez que ella me decía que no podía más y yo le ingresaba dinero para que pudiese llegar a este trozo de tierra, que está demasiado cerca del fin del mundo.
Venían en la furgoneta gris, tan llena de mierda, tan gris, tan abandonada. Su interior era una curiosa mezcla entre libros de cuentos para menores de tres años, juguetes, porros y colillas apagadas en los ceniceros, desbordándolos.
Alex se pasaba todo el camino subiendo y bajando su ventanilla, subiendo y bajando su ventanilla. Impaciente por llegar a lo verde, a lo dulce. A saber lo que esperaba encontrar aquí, tal vez para él, tan pequeño, tan desvalido, también fuese un salvoconducto a otra vida que echaba de menos sin apenas conocerla.
Las delgadas manos de Beni se agarraban al volante y conducían sin parar, con la mirada perdida en la carretera, controlando ya su objetivo desde lejos. Objetivo Coruña. Objetivo mar. Objetivo Margot. Osease, yo, que siempre estaría allí, pasara lo que pasase.
Cuando ella se fue de aquí sólo era una cría, como yo, me dijo que se iba a Mallorca a trabajar, a fumar porros y a sacudirse el polvo que había ido acumulando aquí. En realidad no sé de qué necesitó huir, ni porqué me castigó de tal manera, pero allá fue, sola y demasiado joven a comerse el mundo. Cuando volví a recibir una llamada suya habían pasado dos años, estaba en Madrid viviendo con un chico que había conocido en la discoteca donde trabajaba. Cuando el verano de 1997 acabó, y con él se quedaron sin trabajo, probaron suerte en Madrid. Para ella lo más importante de todo era la cama de 1´90 que tenían en el piso en Móstoles, que se encargó muy pronto de dejarle un recuerdo de por vida. Alex a día de hoy piensa que su padre los abandonó, pero no podría estar más confundido. Fue Beni la que decidió escapar de nuevo, tal vez por las broncas, las peleas, los gritos confundidos con la música de fondo que ponían los raperos del segundo o porque ya no se sentía cómoda y le volvía a faltar aquello que le faltó el día que decidió irse a Mallorca a trabajar. A mí me gusta pensar que es porque me echaba de menos. A mí, que nunca sentí deseos de escapar, que preferí quedarme a vivir en 1997, con Beni en mi cabeza, y su piel morena (demasiada morena para haber vivido en el norte) y sus ojos verdes, y la manera de liarse los porros sentada en mi cama contándome cosas importantes todos los lunes y como se empeñaba en rememorar y volver a contar una y otra vez nuestra maravillosa primera experiencia sexual, entre nosotras claro, que éramos muy abiertas y teníamos la cabeza muy perdida.
La última vez que vi a Beni antes de que se marchase por primera vez estaba en mi cama, sentada, liándose dos porros, uno para cada una decidió esa vez. Y me lo soltó después de que yo le diese unas buenas caladas, para que no me costase tanto asumirlo, dijo después. Pero vaya si me costó. Vaya si me costó. Me costó no verla en más de cuatro años, cuatro años que yo, aunque no me gusta pensarlo, tiré a la basura yendo a la facultad de humanidades, veraneando en el mismo pueblo de siempre y quedando con las mismas estúpidas a las que Beni no soportaba.

También era lunes el día que ella llegó a mi casa, a mi puerta, al piso que me había alquilado la señora del kiosco donde robábamos chicles de pequeñas. Venía con el pelo recogido en un moño despeinado, una bolsa de viaje en una mano y un niño de cuatro años en la otra, que miraba todo con curiosidad porque no sabía ni donde estaba. Saluda a la tía Margot, le dijo, y el niño rubito, con siete dioptrías de hipermetropía y gafas de culo de vaso me abrazo como si me conociese de toda la vida. Cuando conseguí deshacerme de aquel abrazo, me incorporé y miré a Beni con atención. Estaba casi llorando (Ella, yo no. Que había desarrollado una absurda fortaleza con el fin de que no me hiciesen daño nunca más) Alargó los brazos, como si se me estuviera ofreciendo, como debería de haber hecho su hijo y no ella, y yo la recogí, y la achuché y la balanceé un buen rato, hasta que Alex se interpuso entre nosotras demandando atención. Y entramos en mi casa, todos juntos, fluyendo de manera natural, integrando con una facilidad inaudita a ese niño que no entraba en mis planes, de tal manera que parecía mío también. Estuvimos hablando hasta muy tarde encima de mi cama, fumando la mierda que había traído de Madrid (citándola textualmente) me contó aquellos años con todo detalle, aunque tampoco incluyó una explicación de porqué hizo lo que hizo, yo tampoco se la pedí, conste. Porque ya no era que tuviésemos algo en el momento en que ella se marchó, momento en el que follábamos día sí, día también y susurrábamos palabras y frases que sólo se escuchan en las películas, era lo que teníamos antes, lo que tuvimos siempre, desde niñas. Y esa inocencia no la habíamos perdido con el paso de los años porque antes de todo aquel circo amatorio en el que nos habíamos implicado había una complicidad de hermanas, una historia que venia de lejos, de muy lejos, un juramento que habíamos hecho mucho antes y que para nosotras era mucho más importante que cualquier orgasmo que hubiese venido después. Cuando de niñas decíamos que nos tendríamos siempre, no mentíamos, y cuando más adelante lo repetíamos añadiéndole un “pase lo que pase” o “aunque desaparezca seguiré estando” lo decíamos con el corazón en la mano, y con la sensación de que lo que teníamos podría con todo y seguiría adelante. Beni era perfecta así y nos quedamos allí, dormidas sobre la colcha, fundidas en un abrazo que ambas echábamos en falta.

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