14.5.10

Última combustión

Le pedí la cuenta tres veces, tres veces antes de que se acercase hasta mí, tres veces antes de que la paciencia se me agotase en el último sorbo al whiskey que quedaba en el vaso. Se la pedí agitando la mano, llamándolo por el nombre, gritándole con un tono al final insultantemente cortante y humillante, pero no se acercaba, no dejaba su sitio tras la barra, allí plantado, con las piernas separadas y la mirada perdida, me ignoraba como me había ignorado siempre. El bar estaba casi vacío, sólo estábamos nosotros y un viejo con el pelo grasiento recogido en una coleta, jugando a los dardos. La pedí rodeada de vasos vacíos, con el cenicero rebosante de colillas y el alma cansada haciéndome compañía en la silla de al lado, a veces me miraba y me hablaba, con condescendencia, como se le habla a los niños pequeños, poniéndome vocecita, vocecita que hablaba con superioridad. Me hablaba desde arriba, machacándome la razón, el entendimiento y las únicas neuronas que me quedaban en pie tras aquella noche de alcohol barato y autocompasión de todo a cien. La última vez que lo llamé, lo hice gritando: “¿Cuánto te debo? ¿Cuántas noches sin dormir por tu culpa debo pagar? ¿A cuánto ascienden las cantidades de todos los pagarés que firmamos sin salir de la cama? ¿Y el alma? ¿Recuperará su antiguo estado otra vez?”. Entonces sí, se acercó con pasos de pelícano y la bandeja debajo del brazo, la desplegó con gestos exagerados y empezó a retirarme los vasos, uno por uno, lentamente, había perdido toda la agilidad y presencia, sus movimientos eran más torpes y temblorosos. Pero a mí no me importó, volvía a ser humano, aún con aquel uniforme, tan humano como cuando aún no había odio y dedicábamos horas a jugar al billar entre copas, tan humano como cuando le ayudaba a vomitar metiéndole los dedos hasta la garganta mientras le acariciaba el pelo suave de la nuca, era el mismo humano fracasado y débil que conocí entre cócteles, paletos y juegos de bar. Cuando terminó de colocar todo sobre la bandeja, ésta empezó a tambalearse, temí por un momento que todo aquel montón de cristales pegajosos cayese sobre mí, pero pareció estabilizarse. Con la mano libre se sacó del bolsillo una nota que tiró sobre la mesa, la apretó tan fuerte al cogerla que pude escuchar el sonido del papel arrugándose y quebrándose entre sus dedos. La ceniza de mi cigarro cayó sobre ella, consumiéndose, y mi mirada también, poniendo todos mis sentidos en leer aquellos torpes trazos.

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