
Justine me miraba como si nunca me hubiese visto, como si fuese el día que nos conocimos en la ciudad de piedra e intentases memorizar otra vez mis rasgos y mis facciones una por una. Analizaba con sus ojos cualquier mínima arruga que se dibujase sobre mi piel, trazando alguna especie de simple recorrido que empezaba en mis cejas, continuaba con el perfil de mi nariz y terminaba bordeando mis labios.
Serían las once o las doce, no lo recuerdo bien, pero el sol empezaba a lucir con más fuerza. Sobre la mesa su cigarro se consumía en el cenicero, se consumía como me consumía yo mirando fijamente al mar desde el malecón. Ella seguía mi rastro parloteando alegre, posiblemente sobre nuestras próximas vacaciones o la lista de la compra. De esto hace ya mucho tiempo como para recordarlo a la perfección.
Mientras, yo estudiaba con una precisión profesional al grupo de niños que chapoteaban en la orilla entre gritos. Parecían felices, despreocupados, pero trataban aquella maravilla de la naturaleza con poco respeto; de tanto tenerla para ellos no era más de lo que podía significar para mí una tarde en la oficina hace diez años rodeada de papeles y de compañeros aburridos.
Escuché al camarero detrás de mí al rato, al parecer había advertido nuestra presencia. Justine pidió un café con hielo y un zumo de naranja. Y en este momento fue consciente por primera vez de la poca luz que despertaba su sonrisa en mí, sonrisa que tiempo atrás me hubiese maravillado. Un día habíamos sido como el mar: nuevas, azules, peligrosas y ahora qué éramos además de dos aburridas mujeres de cuarenta años...
Fuera había magia, cosas nuevas esperando, las que necesitaba para mirarlo todo otra vez con los ojos que tenía hace veinte años. Hice un repaso a doble velocidad a mi vida con sus más y sus menos, sus tropecientas relaciones fracasadas y los amigos que perdí. Incluso puse especial intención en recordar cómo era antes, antes de empezar a envejecer, cuando aún podía presumir de mi cuerpo y embutirme en unos vaqueros ajustados. Cada paso que di siempre fue hacia esto, a la falta de emoción. Te pasas la vida buscando pieles, lugares y almas como si fueses una torpe encarnación de la avaricia y piensas “Todo vale si ayuda a que esto sea mejor, todo vale si me siento viva otra vez, joven, despierta y con ganas de aprender” Cuando en realidad el primer golpe que das, contra ti claro, es ése, precisamente el querer tenerlo todo. Por eso ese día, allí sentada, viendo por primera vez el mar era consciente de la estupidez de mi vida, del juego absurdo que no podía cambiar, y sentirme vacía era el precio que debía pagar al mundo y a Justine.
Ella seguía allí hablándome de cosas que no me interesaban lo más mínimo mientras terminaba de darme por la pajita el zumo de naranja. Siguió hablando, casi sin inmutarse, cuando el zumo se derramó sobre mi ropa. Y después de pedirle una servilleta al camarero, limpiarme el zumo y los regueros de baba seca que colgaban por mi cara, seguía sonriendo como antes.
Cogió mi silla de ruedas y por fin pude darle la espalda al mar, a lo que un día fui y a la lástima que podía leer en el semblante de mi mujer cada puñetero día de mi vida.
4 comentarios:
Ya no hablo tanto de eliminar rígidamente, conscientemente o voluntariamente ciertos sentimientos o patrones de comportamiento, como puede ser la inercia de seguir luchando por algo que se respalda en la esperanza. Sino que, por ejemplo, ante dos experiencias parecidas en esencia, aunque diferentes en sus matices: Pongamos que en la primera ocasión te das a esa situación hasta que no puedes más, o sea, crees en ello hasta que queda esperanza, aunque sepas que te está mutilando. En cambio, en la segunda ocasión, ¿repetimos la misma actitud? ¿o frenamos antes esa tortura porqué ya tenemos el antecendente...?
Quiero decir, de qué se trata entonces, ¿de un seguir siendo instintivo y dejarse llevar por ese flujo de emociones o... si decidimos frenar antes de acabar destrozados, ya estamos en el proceso de robotización, de controlar las emociones?
Claro, llegados a este punto, ¿se trata de "deshumanizarnos", en caso de actuar así, o... es cuestión de "aprendizaje"? Al fin y al cabo, las experiencias están para eso, para conocernos y aprender.
Por cierto, ¿tú nunca has intentado darle sentido a por qué estamos aquí?
En cuanto a tu curiosidad, ¿qué preferirías que fuera? Si quieres puedo ser las dos cosas, una espontánea que gusta de conversaciones profundas que empieza a conocer algo de ti a través de la conjugación de tus palabras...
Me gusta.
Muy de acuerdo con tu desarollo. Al final acabamos confluyendo en las ideas, más o menos, esbozadas. Pero, como tú has dicho, las pautas de comportamiento cambian para intentar no hacernos daño. Y es ese punto el que marca que demos más o menos, y por tanto que lleguemos a un sitio o a otro. Lo que quiero decir es que eso provoca que en situaciones parecidas al principio en su forma actuemos de modos "distintos" o nos dejemos llevar de otra manera, por el precedente. Entonces, pienso, esa primera experiencia (o charco) nos ha enseñado algo que puede hacer que te des menos cuando ves aparecerlo de nuevo. ¿Pero quién nos dice que ese segundo charco no lleva eso que "necesitamos"? Entonces, ese aprendizaje, que nos hace actuar de un modo más prudente, puede estar privándonos de dar por fin con lo que buscábamos. Porqué, aunque en un principio probemos por la esperanza de la que hablábamos, ¿hasta qué punto nos "cubrimos las espaldas"? A lo mejor, en ese no darnos como la primera vez, nos perdemos adentrarnos en las profundidades del charco. No sé si me explico, pero a veces el miedo, por lo anteriormente vivido, hace que no indagues tanto. Y de este modo, no siempre, pero algunas veces, podemos estar dejando de descubrir que ese podía haber sido... el charco que sí te moja, que sí se puede beber.
Yo hubiese contestado lo mismo, ser una misma siempre es la mejor opción. Así que llámame espontánea, si te gusta. O si lo prefieres, Maria del Mar.
Encantada :)
(:
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