
Me sentí kamikaze, suicida, insultantemente tarada. Algo había en aquel café que fallaba, aunque no pudiese asegurarlo a ciencia cierta. Era tu manera de agitar la cucharilla en el aire, apuntándome con ella mientras contabas alguno de tus chistes malos y estallabas en sonrisas. O como recolocabas ese mechón que te rozaba la clavícula y cruzabas las piernas para volver a separarlas, nerviosa. Quizá fue la mesa descuidada, los granos de azúcar que casi podía contar o el culo de la camarera que jugaba en la tragaperras. Pero según avanzaba aquello, según ibas tejiendo (otra vez) palabras, yo crecía, me hinchaba, flotaba para derrumbarme al final, pasada la primera bocanada de euforia, al pensar que tal vez todo fuese una equivocación.
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