25.1.10


Siempre había vivido en esa casa. Veintitrés años, cuatro meses y cinco días encerrada en ese pueblo. Jamás sintió deseos de huir, era la tranquilidad que ella conocía. Era una chica delicada, pura y honesta. No tenía un ápice de maldad. Los días pasaban tranquilos rodeada de personas mayores. Mujeres y hombres que habían dedicado toda su vida a cuidar de la gran casa propiedad del Mayor. Leyla sabía poco de él. A veces se cruzaban por los largos pasillos y ni siquiera se dignaba a reconocer que ella estaba allí. Una vez, estando ella en el patio sentada bajo uno de aquellos grandes árboles selváticos que crecían en la arena, él se detuvo a su lado para apagar un cigarro en su hombro desnudo. Años más tarde sólo recordaba la quemazón de la herida y la vergüenza infantil que sintió. Pero en realidad el Mayor también posó la mano sobre la cabeza de la chica levemente, como el dueño que felicita más levemente aún a su perro. A Leyla le gustaba subir y bajar las escaleras a saltos, de dos en dos peldaños. Siempre de dos en dos. Muchas veces los criados la regañaban aunque no consiguieron nada en el tiempo que pasó allí. También disfrutaba comiendo mangos que ella misma recogía y jugando en el avión que parecía haber encallado en el jardín de la casa como por arte de magia. Como podéis ver la vida de Leyla era tranquila y amable. Algo casi impensable hoy por hoy. Pero un día, todo cambió. Ella lo supo, juraría que se dio cuenta casi al instante cuando vio a la nueva criada con su pequeño hatillo desde la ventana de su habitación. La tarde de su último día en aquella casa terminó con Hannah en el desván, jugando con las cuerdas y otros trastos viejos. Juntas encontraron un nuevo juguete, allí había una chica desnuda, recostada sobre el suelo. Tenía parte de los muslos y el vientre completamente tatuados. Las pupilas se le dilataron contemplando aquella belleza y no pudo evitar alargar la mano para rozar, sólo un poquito, la piel de la chica. Hannah, la criada, observó sus movimientos desde arriba con la mirada inyectada. En cuanto las yemas de los dedos delinearon los tatuajes golpeó a Leyla con fuerza en la cabeza. Ésta cayó sobre el cuerpo desnudo y tardó unos segundos en recuperar el conocimiento. Al abrir los ojos sintió a Hannah montada a horcajadas sobre su espalda sujetándole firmemente la melena. Aquello dolía mucho. Tanto que le costó reaccionar y defenderse. Cuando volvió en sí, la agarró con fuerza y los papeles cambiaron. Golpeó a Hannah una y otra vez en el cráneo, una y otra vez, una y otra vez. Aquello sonaba a roto. Cada vez que la golpeaba salían disparadas gotas de sangre que manchaban su vestido. Sus manos estaban ya empapadas pero no podía dejar de golpear y golpear y golpear. Cuando por fin se levantó y vio la escena desde arriba optó por patearle la cara un par de veces más. Hannah se había convertido en una muñeca antigua que podía romper con facilidad. Un último golpe, pensó. Y su cabeza, por fin, se fragmentó en varios trozos de porcelana. Antes de irse, despeinada, sucia y sudorosa recogió del suelo uno de los ojos de cristal azul que había rodado hasta la puerta. Y eso era todo. Una muñeca y polvo. Mucho polvo. Ni chica tatuada, ni criada. Sólo sangre en el vestido y dolor de cabeza.
*Sueño de la noche del sábado. Que alguien me lo explique.

1 comentario:

miau dijo...

Estás llena de rencor chica.