
Seguía coleccionando cajetillas de tabaco, las guardaba recelosamente en la misma caja, la misma caja que se había prometido no volver a abrir, por eso sólo la abría un instante, cerraba los ojos, vaciaba sus nuevas adquisiciones dentro, la cerraba a tientas y la devolvía a lo alto de la estantería donde estaba sepultada entre juegos de mesa y libros viejos. Después su vida continuaba exactamente igual que antes y esa caja de cartón dejaba de existir. Hasta que un día le veía a alguien una cajetilla nueva bonita y brillante, y entonces sí, preguntaba “¿Me la puedes dar?”, por ejemplo, pero sólo a veces.
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