Es sutil, toda ella navega en colores suaves y una indefinida belleza. Cuando la miro, cuando nos encontramos, algo palpita en mi interior. No es algo sexual, que también, pero no... es algún tipo de magia que crea conexiones invisibles entre su mente y la mía. No necesito tocarla, ni tan siquiera hablar con ella para sentirla dentro de mí. Sólo verla aparecer entre la gente hace que mi interior se desintegre en partículas de nada para volver a configurarse en algo indescriptible. En un instante, sólo con su visión, el mundo se torna gris y ella desprende energía, una energía vibrante que lo llena todo. Lo más curioso es que no estoy enamorada, no es amor, no es ese concepto dañado, sobado y magreado por dinero, adolescentes decadentes y vírgenes puritanas. Es otra cosa que no tiene palabra, que no tiene sitio en este mundo; por eso cuando me enfrento a sus ojos tristes que desean con firmeza (y casi exigen) escuchar esas palabras vacías de mis labios, no digo nada, no puedo, me siento incapaz de ensuciar esto con frases hechas cargadas de contenido etiquetado. Ella es el centro de todas mis cosas y a la vez aparece y desaparece con una facilidad inaudita. Es lo que me motiva, lo que me inspira, lo que me hace vibrar y sonreír desde muy adentro. Ella es un alma compleja y yo soy otra, y entre las dos ha surgido de la nada un cordón invisible que nos une vayamos a donde vayamos; por eso a veces, cuando estamos lejos mi cordón se estira, tensando mis sentimientos, llevándolos al límite, haciéndome desear con una fuerza sobrenatural. Con el tiempo se ha convertido en pura necesidad, porque, sin pretenderlo, ella ha robado una parte de mí y viceversa convirtiéndonos así en la misma persona por momentos. Cuando nos tocamos y acariciamos algo se detiene a nuestro alrededor, porque no estoy sobando sus muslos, agarrándome con fuerza a su culo ni besando sus tetas. En el proceso de recorrer su cuerpo estoy recorriendo su alma y como consecuencia la mía. Por eso esto es tan mágico, porque me veo en ella y ella se ve en mí, somos un espejo que nos devuelve a la realidad, que nos impulsa a aprender a respetarnos más a nosotras mismas. Con cada palabra, con cada beso, con cada gesto... con cada gemido y tiempo compartido estamos honrando nuestra individualidad: porque sus ojos son mis ojos, su piel es mi piel y su mente es mi mente. Y de repente, sin tan siquiera desearlo, creamos el concepto de “nuestro”. Cual curación positiva ella llegó al igual que yo llegué a su vida. Y sin darnos cuenta, nos vamos emborrachando de nuestras propias almas, narcisismo puro y duro... pero al mismo tiempo es lo más mágico que nos ha ocurrido nunca.
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