9.12.06

Justine no resbala de los besos al sueño -Una puerta que da al jardín privado- como lo hace Melissa. En la luz cálida, bronceada, su piel parece aún más pálida, y en sus mejillas se abren rojas flores sabrosas que absorben la luz y la conservan. Se levanta la falda y baja un poco una de sus medias para mostrarme la oscura cicatriz sobre la rodilla, entre las dos marcas del portaligas.
No puedo decribir lo que siento al ver esa herida -Como un personaje al margen del libro- y recordar su terrible origen. En el espejo, la morena cabeza, más joven y graciosa que el original al que ha sobrevivido, restituye una imagen que es el vestigio de una Justine joven, como la huella de un helecho fósil en la caliza: la juventud que ella cree haber perdido.



Voces ideales, tan amadas
de aquellos que murieron, y de aquellos
perdidos para nosotros como si estuvieran muertos;
a veces, en lo hondo de un sueño, nos hablan,
en el cerebro palpitante un pensamiento los resucita...


Lawrence Durrel
Justine, el Cuarteto de Alejandría



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