
Son las 7:57 de la mañana. Todavía no ha amanecido pero los trabajadores de la obra que lleva activa desde hace meses ya están trabajando. Beni da vueltas en cama, sólo ha dormido una hora y tiene que levantarse en tres minutos para guardar en la cajita de topos negros todas las pecas, lunares y rostros endiabladamente hermosos que ha soñado durante ese breve lapso de tiempo. Es viernes, le espera un largo día, exactamente igual que el jueves o el sábado. Posiblemente debería hacer algo para cambiar la rutina en la que se ve inmersa, pero no lo hace. Ocurre que todas las mañanas Beni se levanta y guarda en esa caja recuerdos revividos en fase REM y otras cosas absurdas. Ocurre, no siempre, pero casi, que vive más durmiendo que despierta, que olvida sus sueños en cuanto los introduce en esa caja y que una noche, tal vez no muy lejana, deje de hacer ambas cosas. Hoy ha soñado que atraviesa con ella y un bebé la entrada a un templo decorado con grandes figuras labradas en la roca ocre que cubre todo el lugar. Cuando terminan de subir las escaleras serpenteantes se encuentran con un complejo turístico y mucha gente hacinada moviéndose sin seguir un sentido fijo. Camisas hawaianas, gritos, cámaras de fotos y calor, mucho calor. “El bebé no debe pasar a la piscina” le dices y entonces, no se sabe muy bien por qué el tiempo se congela un instante en el que te acercas a sus labios y los rozas imperceptiblemente, besándola despacio. Beni ignora lo que acabas de hacer y continua caminando. Tú le susurras que no debías haber hecho eso, pero Beni se siente confusa y a la vez pletórica. Lo llevaba deseando mucho tiempo. En el sueño pasan más cosas, pero no las voy a contar aquí porque no son importantes. Ahora, que ella debe guardar sus recuerdos, olvidará que desea que la beses, olvidará que le debe algo a ese bebé que una y otra vez aparece en sus sueños y continuará, amargamente, “como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”
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