Un chico alto, lánguido, con coleta baja pasea delante de mí. La mirada fija en un libro, los ojos recorren palabras que yo no veo. En el banco, dos chicas se abrazan, murmurando secretos que nadie escuchará. En el bar, una mesa de nueve obreros —de veinte a sesenta y cinco años— toma café, cada sorbo un pequeño ritual de su rutina. Y a mi lado, un matrimonio de ochenta años lee el periódico, y la muerte parece acompañarlos en silencio, con su hábito invisible.
Yo, en medio de todo esto, bebo una cerveza, escucho The Girls de Dommin, y pienso que ahora suficiente tengo con existir como para preocuparme de hacerlo con elegancia. Los días van pasando así: desconectada de la que era, conectada a la que seré. Ahí estoy, suspendida en el limbo, entre miedo y ganas, con el cerebro al ralentí y el corazón acobardado. Como un espectador de mi propia vida, pero demasiado dentro de ella para mirar desde fuera.
Cinco chavales casi adolescentes cruzan Bizcaia arriba, jugando. Un coche de la Urbana pasa demasiado cerca. Uno de ellos se detiene, jadeando; los demás ríen nerviosos. Qué contrariedad. La vida sigue, ajena a mis pausas, recordándome que existir no siempre es elegante, pero siempre es urgente.